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abril, martes 23, 2024

Oiz, la huella del horror tras 25 años

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La mayor catástrofe de la historia de Euskadi ocurrió un martes de Carnaval, hace 25 años. El 19 de febrero de 1985, un Boeing 727 de Iberia que hacía la ruta Madrid-Bilbao se estrellaba contra el monte Oiz cuando iniciaba la maniobra de aproximación al aeropuerto de Sondika, tras chocar contra un repetidor de EiTB. Todos los ocupantes del aparato, 141 pasajeros y 7 tripulantes, fallecieron en el brutal siniestro que, según el informe posterior, se debió a un error, a un terrible error de cálculo de la tripulación: el avión volaba 300 metros por debajo de la altitud recomendada. PINCHA AQUI para ver artículo completo.

'Bilbao torre, buenos días, seis uno cero'. A las 8.16 horas, los controladores de la antigua terminal de Sondika establecen la primera comunicación con el 'Alhambra de Granada'. A los mandos de la aeronave se encuentra el comandante José Luis Patiño, un experimentado piloto con más de 13.000 horas de vuelo y «buen conocedor» del aeropuerto bilbaíno, como destacaron entonces sus compañeros.

Patiño estaba auxiliado por el copiloto Emilio López Peña, que era quien llevaba físicamente los mandos de la aeronave. En la grabación de la caja negra, durante los 45 minutos que duró el vuelo, sólo se escuchan las voces de López Peña y del oficial técnico, pero en ningún momento se oye la del comandante.

El avión había despegado de Barajas a las 7.47 horas de la mañana y tenía previsto aterrizar en Bilbao a las 8.35. A bordo viajaban numerosas autoridades y caras muy conocidas tanto de la sociedad vasca como de la madrileña; hace 25 años, volar era un privilegio todavía reservado a unos pocos. Entre los pasajeros, el ex ministro franquista Gregorio López Bravo, el doctor José Ángel Portuondo, pionero de la fecundación 'in vitro' en Euskadi, el empresario teatral y fundador de la cadena Astoria, Julián Vinuesa, el ministro boliviano de Trabajo, Gonzalo Guzmán, el directivo de Vidrieras de Llodio, Isidoro Delclaux… Muchos hombres de negocios. El entonces presidente del Banco Exterior de España y posterior ministro, Francisco Fernández Ordóñez, y Marcos Vizcaya, diputado del PNV en aquella época, renunciaron a última hora a tomar ese vuelo.

8:17 horas. 'Vamos a hacer la maniobra… estándar' -'Recibido. Notifique pasando el VOR' Según la grabación de la caja negra, el copiloto López Peña bromea con Patiño. «¿Te han pagado? ¿Te han pagado los atrasos? Hacemos la maniobra estándar entonces'. Se escuchan risas.

8:22 horas. El avión se aproxima a Bilbao. 'Siete mil pies sobre el VOR, Iberia seis uno cero iniciando maniobra'. 'Señores pasajeros, abróchense los cinturones', avisa la azafata, dos minutos más tarde.

Son las 8.24 y, desde la cabina apenas se adivina la abrupta orografía del Oiz. Ese día hay una densa bruma sobre el 'mirador de Vizcaya'.

A las 8. 26, el copiloto sigue con las indicaciones de rigor: 'Mínimo uno seis… tres. Cuatro mil trescientos curva'. Ésas son las últimas palabras que pronuncia Emilio López. Un minuto después, se escucha claramente el ruido de un impacto: el ala izquierda del avión colisiona con una antena de EiTB situada en la cima del Oiz, a mil metros de altitud. Se oyen gritos en la cabina: «!Dios mío, dios mío!».

A las 8.27, la grabación se interrumpe. Comienza el horror. Tras el impacto, el avión pierde el ala y se precipita sobre la ladera nordeste del Oiz, frente a la localidad de Markina. A una velocidad de 300 kilómetros por hora, el 'Alhambra de Granada' arrasa un pinar, abriendo una enorme brecha en la foresta. Sus motores explotan, reduciendo la nave a amasijos de fuselaje y hierros retorcidos. La falda del Oiz quedó convertida en un terrorífico cementerio, en una macabra morgue sembrada con los restos de las 148 víctimas diseminados en un radio de dos kilómetros. Sólo apareció un cuerpo entero: el cadáver de un vecino de Getxo que viajaba dentro de un ataúd en las bodegas del avión.

El gastado adjetivo «dantesco» se quedó pequeño para describir el infierno del Oiz. A las ocho y media, la familia Urkiola desayuna en el caserío Muniozguren, en Ziortza-Bolibar. «Oímos un ruido tremendo, muchos de los cristales se rompieron. Al principio pensamos que era un atentado». Juan Mari Urkiola, que tenía entonces 29 años, echó a correr hacia el pinar propiedad de la familia, de donde salía una densa columna de humo. «Lo primero que vi fueron los restos del avión y, a unos 600 metros, el tronco de una persona. La cabina estaba ardiendo. Grité tres veces: '¿Hay alguien vivo?! Nadie contestó, ni un gemido, ni un lloro…» Volvió corriendo al caserío. «Están todos muertos», anunció. Aún no tenían línea de teléfono y su hermana bajó en el coche a Trabakua para dar la voz de alerta. Juan Mari, entretanto, regresó con su padre y un veterinario de Markina a la vaguada para cerciorarse de que no había supervivientes. Poco a poco, comenzaron a llegar las patrullas, primero de la Guardia Civil, después de la Erzaintza, un cuerpo aún en mantillas y en pleno despliegue. Hacia media mañana, los teléfonos comenzaron a sonar en la academia de Arkaute.

José Antonio Fernández Cagigas era entonces un joven instructor de Protección Civil y daba clases a aquella cuarta promoción de agentes. «Llamó el director para que fuéramos inmediatamente al Oiz, que se había estrellado un avión». Para empezar, llegar no fue tarea fácil. «Hubo problemas para identificar el lugar. Hay que tener en cuenta que el accidente ocurrió hace 25 años, el siglo pasado; los medios técnicos, las comunicaciones no eran como ahora, no había móviles». Sólo al llegar arriba se dieron cuenta de que no hacían falta ambulancias. «Llegamos con unas ganas tremendas de ayudar y fue muy duro comprobar que no había nadie vivo. Parecía que había pasado una batidora».

Se improvisó una mesa de crisis en un caserío, presidida por Luis María Retolaza, entonces consejero de Interior, y el delegado del Gobierno, Ramón Jáuregui, que trataron de poner orden en aquel tremendo desconcierto. Nadie tenía claro quien debía asumir el mando del operativo. Sobre el terreno, los agentes de la Ertzaintza y la Guardia Civil ya habían tenido sus más y sus menos; hay quien asegura que algunos llegaron a las manos, e incluso, salió a relucir alguna pistola. Fernández Cagigas no quiere entrar en ese terreno farragoso. «No estábamos preparados para aquello, no teníamos experiencia». Nadie la tenía. En un informe enviado a las distintas administraciones por la DYA, los voluntarios lamentaban la falta de un plan

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