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Cuando los trenes vuelan y los aviones no despegan

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14 de junio de 2015.- Berta salió de casa a las siete de la mañana para acudir a su trabajo en el centro de control aéreo de Barcelona. Los dos días anteriores los había tenido libres, en teoría para descansar, pero estaba agotada, «exhausta» fue el término que había utilizado en la última consulta de la psicóloga a la que acudía desde hacía algunos meses. No había dormido bien esa noche. Otra más. En realidad no había dormido. Nada. El shock provocado por los acontecimientos de la tarde anterior, como remate a un año repleto de sobresaltos y decepciones, la mantenían en una nube mezcla de miedo e incredulidad, como si estuviera viviendo una pesadilla más propia de una película de Freddy Krueger que de la vida real.

Al salir del garaje contempló un instante el cielo, aún oscuro, y se estremeció. Puso la radio por inercia, pero no tardó en arrepentirse; a esas horas su emisora favorita ofrecía siempre música, pero no ese día. Probó con otra. Mala suerte. Estaba claro, que esa mañana todas iban a hablar de los pasajeros que la tarde anterior se habían quedado tirados en los aeropuertos, a causa del cerrojazo que el gobierno había ordenado del espacio aéreo y la posterior militarización de los controladores para obligarles a volver al trabajo que, se decía, habían abandonado en masa.

Apagó la radio lamentando que toda esa gente se hubiera quedado sin vacaciones aquel largo puente y se sumió en sus pensamientos. Uno de ellos era la sospecha de que estaba embarazada y otro la incomprensible actitud de su hermano a lo largo de ese año, que se negaba a creer que lo que los medios de comunicación decían de ella y de sus compañeros de profesión desde finales del año anterior no era cierto.

También le preocupaba lo que se iba a encontrar al llegar al trabajo. No sabía qué significaba eso de estar militarizada y se sorprendió sonriendo al imaginarse preñada de 7 meses, de uniforme, y diciendo: «!Sí, mi jefe de sala, a la orden mi jefe de sala!». La mueca se desvaneció cuando recordó, que un nuevo decreto publicado el día anterior eliminaba, entre otros, el permiso por maternidad a los controladores aéreos. Lo que significaba, que la empresa le descontaría del sueldo todos los días que estuviera de baja.

Al acercarse al aeropuerto de El Prat no vio aviones aterrizando o despegando, y sintió que se le erizaba el vello cuando recordó las vicisitudes por las que pasaban los personajes de la novela de Stephen King, «The Langoliers», en la que un avión comercial, camino de Boston, atraviesa una barrera espacio-temporal que le traslada a un pasado en el que la Nada lo engulle todo poco a poco. Pero aquello no era el escenario de una novela, aquello era la vida real y le estaba sucediendo a ella.

Cuando apenas veinte minutos después de salir de su casa llegó al centro de control, vio junto a la barrera de acceso un furgón de la Policia Nacional y a varios agentes pendientes de los vehículos que iban llegando. El segurata, el mismo que Berta ya conocía desde hacía un par de años, se acercó a su utilitario y le indicó con un gesto que bajara la ventanilla. Sin darle los buenos días, echó un vistazo al interior y le pidió su tarjeta de identificación para comprobar si estaba en una lista que llevaba en la mano.

Después de aparcar y todavía asombrada por aquel inusual despliegue de seguridad, se dirigió al edificio principal. En la puerta había un vehículo de la Guardia Civil y otro de la policía autonómica. Al franquear la puerta automática, vio más policías en el hall principal que conversaban y que apenas le prestaron atención. Algo le hizo recordar la llamada telefónica de su hermano para espetarle: «!Qué habéis hecho. Ojalá vayáis todos a la cárcel!» y la acalorada discusión posterior, que terminó con ella llorando y colgándole el teléfono.

Como hacía siempre antes de firmar la entrada al turno de servicio, fue a su taquilla y cogió el micro-casco que utilizaba para comunicarse con los pilotos desde su pantalla de radar. En el camino se encontró con algunos compañeros que también entraban de turno. Como en su caso, sus caras reflejaban la misma falta de sueño y la misma preocupación. Apenas si intercambiaron un «hola». No había militares por ningún lado. «Estarán en la sala de control», pensó Berta al tiempo que recordaba que otro decreto del día anterior asignaba al Ejército del Aire el control del tráfico aéreo civil.

Cuando entraron en la sala de control faltaban cinco minutos para las siete y media de la mañana. A todos les sorprendió el extraño silencio que ese sábado a esa hora sustituía al típico ajetreo del cambio de turno y a la habitual cacofonía de fondo que producían las conversaciones por radio con los pilotos. También esperaban encontrar a varias docenas de militares haciéndose cargo del control del espacio aéreo. Pero a parte de los compañeros del turno de noche, los únicos controladores militares allí presentes eran los de siempre; un equipo de tres o cuatro cuyo trabajo consistía en controlar exclusivamente los aviones militares. No era un secreto, que su preparación no les permitía hacerse cargo, de un día para otro, del control del espacio aéreo que utilizaban los aviones comerciales. En 1973 lo intentaron en Francia, pero dos aviones españoles chocaron en vuelo y murieron muchas personas.

Con el espacio aéreo cerrado, las pantallas de radar vacías y sin aviones que controlar, Berta comentó a sus compañeros que necesitaba echar una cabezada en la sala de descanso. Otros optaron por reunirse en la cafetería y el resto permanecieron en la sala de control a la espera de acontecimientos.

Ninguno de ellos imaginaba que estaban a punto de comenzar a vivir una larga pesadilla ni que, cinco años después, Freddy Krueger les seguiría persiguiendo convencido de saber lo que los controladores aéreos españoles habían hecho a principios de diciembre de 2010.

Pero Freddy se equivocaba.

Epílogo

La mañana del 4 de diciembre, el gobierno declaró el Estado de Alarma en España, algo que no se había producido ni durante la dictadura, ni a consecuencia del intento de golpe de Estado del 23-F, en 1981.

El 22 de diciembre, Berta recibió un burofax en su casa. Su empresa le informaba que se le había abierto expediente disciplinario por no encontrarse en su puesto de trabajo el 4 de diciembre, a las 8 de la mañana, cuando el jefe de sala y un guardia civil llevaron a cabo, sin previo aviso, un control de personal. Y como estaba militarizada, también fue imputada por sedición junto a otros 60 compañeros que, como ella, habían tenido servicio los días 3 y 4 de diciembre de 2010. Todos ellos se enfrentaban a cuantiosas multas y a penas de cárcel, como así venían declarando a los medios de comunicación el fiscal general del Estado y los miembros del gobierno.

Berta dejó de estar embarazada el 5 de enero de 2011, por la noche.

En abril de 2011, los expedientes abiertos a Berta y a sus compañeros fueron suspendidos hasta que la justicia se manifestara respecto de la causa penal abierta por sedición. Cuatro años después, cuando en el mes de enero de 2015 un juez la archivó al no hallar indicios de delito en su actuación, la empresa se vio libre de ataduras para desempolvar aquellos expedientes disciplinarios. No le preocupaba si era o no legal reabrir un procedimiento sancionador que sabía ya caducado, ni tenía muy claro qué conducta podría corregirse cinco años después, pero impuso a Berta y a sus compañeros, en base a criterios recogidos en el convenio colectivo derogado por decreto en febrero de 2010, una sanción de un mes de empleo y sueldo.

Berta y sus colegas tampoco entienden la razón de que la empresa haya decidido sancionarles, no sólo porque la justicia les exima de responsabilidad en los hechos de diciembre de 2010, sino porque hoy todo el mundo ya sabe que fue la propia empresa quien maniobró en connivencia con el gobierno para provocar aquel caos y, al mismo tiempo, aparecer ante la sociedad como héroes libertadores del yugo opresor de los privilegiados controladores. La política tiene esas cosas; unas veces se aprovecha de trenes que vuelan por los aires, y otras de aviones que no despegan del suelo.

Como debido a falta de plantilla la empresa tiene que programar el cumplimiento de las sanciones a lo largo de los próximos 3 años, a Berta ya le han notificado que su sanción será cumplida en 2016. No le importa. Así tendrá más tiempo para pasarlo con su hija, que acaba de cumplir un año.

El 23 de septiembre de 2011, la ministra de Defensa condecoró al Ejército del Aire por su actuación durante los 43 días que España estuvo en Estado de Alarma. Eso a pesar de que ningún controlador militar controló ni un sólo avión civil de los más de 150.000 que operaron durante ese mes y medio. Fueron Berta y sus compañeros expedientados e imputados quieren cuidaron de esos aviones y de los 12 millones de pasajeros que transportaban

Berta no ha vuelto a hablar con su hermano desde que le colgó el teléfono aquella tarde de diciembre de 2010. Pero se ha enterado de que recientemente ha sido imputado por estar implicado en una trama de corrupción liderada por un alcalde del mismo partido que daba respaldo al gobierno que la militarizó. Tampoco ha vuelto a hablar con algunas de sus amistades.

No pierde la esperanza de que algún día se sepa la verdad y se haga justicia.

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