Lógicamente, hay que alegrarse sin reservas de que el resultado del laudo arbitral dictado por el exministro de Trabajo, Manuel Pimentel, el pasado 28 de febrero, haya sido un punto de inflexión y un principio pacificador en el largo conflicto de los controladores aéreos. Pero hay que reconocer, a la vez, que la resaca del problema nos deja cuestiones muy vidriosas sobre el tapete socio-político del país, sobre las que sería bueno reflexionar en tiempo de calma. (EL COMERCIO DIGITAL)
Los controladores aéreos, aunque cometan errores, no son ni la causa exclusiva del problema, ni menos aún la clase pudiente del país que nos aplasta con sus beneficios
Es posible que en el pasado reciente, 1999, se hayan cometido errores de cálculo y de estrategia en el tratamiento del asunto. Pero nadie puede negar -y el haber tenido que llegar a este laudo lo corrobora- que nos hallamos ante un asunto complejo y singular al mismo tiempo. Y que ya no es poco saber lidiarlo con cierta solvencia y equilibrio.
La verdad es que al Gobierno socialista le desbordaron los acontecimientos en todos los frentes del conflicto y eso produjo una histeria colectiva nada edificante ni eficaz para la convivencia democrática.
Todos podemos entender que cuando existen desajustes objetivables en una situación sociolaboral el Gobierno vele por ir equilibrando esa dinámica y buscando elementos de racionalidad que impliquen un giro en las condiciones objetivas de un colectivo profesional. También es razonable que en ese proceso se produzcan pulsos complicados hasta llegar a un nivel de encuentro que acerque el consenso.
Pero aquí es preciso afirmar con claridad que ambas partes han actuado frecuentemente con un grado de beligerancia impropio del contenido real de los desacuerdos y, sobre todo, del tipo de servicio que estaba en juego.
Sin embargo, mientras a la inmensa mayoría de los medios y de las demás instancias sociales se les ha llenado la boca con una condena implacable a los controladores y sus representantes sindicales, porque incidieron gravemente en el desenvolvimiento de la vida cotidiana y especialmente festiva de la ciudadanía, se ha reparado mucho menos en la gestión de un Gobierno incapaz de manejar los tiempos del contencioso, de hacer previsiones realistas y de usar medios proporcionados para la crisis planteada.
Es cierto que a todos nos compete actuar con responsabilidad ante la prestación de un servicio público, que la reacción de los controladores del 3 de diciembre, dicho por ellos mismos, no fue consecuente con esta premisa, pero, sin duda, quien más tiene que favorecer esa exigencia es el propio Gobierno consigo mismo.
La descalificación y criminalización del colectivo de controladores, encabezada por el ministro de Fomento ha sido un abuso mediático y una huida hacia delante de sus propias incoherencias.
En definitiva, los controladores son trabajadores y profesionales afectados por un conflicto y, aunque cometan errores, no son ni la causa exclusiva del problema, ni menos aún la clase pudiente del país que nos aplasta con sus beneficios.
Además, es necesario ser más cautos cuando se habla tanto de los límites del derecho de huelga en determinados cometidos, pues no se puede condenar a esos trabajadores a una imposibilidad de defensa de sus intereses laborales porque se trate de una prestación muy sensible para la ciudadanía. Eso, llevado al extremo podría vulnerar seriamente el espíritu constitucional que respeta la huelga como instrumento fundamental para la defensa de esos derechos.
Para culminar su gesta heroica contra una huelga, aunque se la califique de salvaje, apreciación que no comparto (sin desconocer que haya muchos elementos de ilegalidad en su ejecución), el Gobierno se descolgó con la declaración del Estado de Alarma, medio previsto por nuestra Constitución para hacer frente a situaciones catastróficas.
Uno puede entender el coste electoral que puedan generar estas circunstancias de conflicto y el nerviosismo que esto ocasiona a un Gobierno sobradamente vapuleado por otras causas mayores, por más que se quiera magnificar ésta. Pero utilizar inadecuadamente y a la carta gubernamental un instrumento tan específico y excepcional como el Estado de Alarma es una frivolidad política que dice muy poco a favor de la solvencia y el rigor de un Ejecutivo en democracia.
Por todo ello, es imprescindible aprender la leción de este conflicto: con planificación, capacidad negociadora, decisiones oportunas y uso de medios apropiados al estado de las cosas.
Reconozco que no fiaba en exceso en Manuel Pimentel. Mi experiencia de su paso por el Gobierno la valoraba como la de un hombre más de formas y gestos que de fondos y contenidos consistentes, pero me satisface de veras que su papel de arbitraje haya sido razonablemente exitoso, ya que abre una perspectiva muy interesante de superación de ese conflicto larvado y demasiado ubicado ya en lo visceral y lo político inmediatista.
Confiemos en que, a partir de ahora, un nuevo esquema de relaciones más abiertas permita afrontar el futuro con garantías de diálogo y respeto en todas las direciones.